Pedro Antonio de Alarcón
Moros y cristianos
(Cuento)
IX
Manos-gordas quedó profundamente preocupado con la nueva lectura de este documento, no por las máximas morales y por las espantosas maldiciones que contenía, pues el pícaro había perdido la fe en Alah y en Mahoma de resultas de su frecuente trato con los cristianos y judíos de Tetuán y Ceuta, que, naturalmente, se reían del Corán, sino por creer que su cara, su acento y algún otro signo musulmán de su persona le impedían trasladarse a España, donde se vería expuesto a muerte segura tan luego como cualquier cristiano o cristiana descubriese en él a un enemigo de la Virgen María.
Además, ¿qué apoyo (a juicio de Manos-gordas) podría hallar en las
leyes ni en las autoridades de España un extranjero, un mahometano, un
semisalvaje, para adquirir la Torre de Zoraya, para hacer excavaciones en
ella, para entrar en posesión del tesoro o para no perderlo inmediatamente
con la vida?
-¡No hay remedio! -díjose por remate de largas reflexiones. -¡Tengo
que confiarme al renegado ben-Munuza! Él es español, y su compañía me
librará de todo peligro en aquella tierra. Pero como no existe bajo la
capa del cielo un hombre de peor alma que el tal renegado, no me estará de
más tomar algunas precauciones.
Y en virtud de esta cavilación sacó del bolsillo avíos de escribir,
redactó una carta, púsole el sobre, pególo con un poco de pan mascado, y
echóse a reír de una manera diabólica.
En seguida fijó los ojos en su mujer, que continuaba haciendo la
policía de todo un año a costa de la limpieza física y... moral del
malaventurado arroyuelo, y, llamándola por medio de un silbido, dignóse
hablarle de este modo:
-Cara de higo chumbo, siéntate a mi lado y óyeme... Luego acabarás de
lavarte, que bien lo necesitas, y puede que entonces te juzgue merecedora
de algo mejor que la paliza diaria con que te demuestro mi cariño. Por de
pronto, sinvergüenzona, déjate de monadas y entérate bien de lo que voy a
decirte.
La mora, que, lavada y peinada, resultaba más joven y artística,
aunque no menos fea que antes, se relamió como una gata, clavó en
Manos-gordas los dos carbunclos que le servían de ojos, y díjole mostrando
sus blanquísimos y anchos dientes, que nada tenían de humanos:
-Habla, mi señor, que tu esclava solo desea servirte.
Manos-gordas continuó:
-Si desde este momento en adelante llega a ocurrirme alguna
desgracia, o desaparezco del mundo sin haberme despedido de ti, o,
habiéndome despedido, no tienes noticias mías en seis semanas, procura
volver a entrar en Ceuta y echa esta carta al correo. ¿Te has enterado
bien, cara de mona?
Zama rompió a llorar, y exclamo:
¡Admet! ¿Piensas dejarme?
-¡No rebuznes, mujer! -contestó el moro.- ¿Quién habla ahora de eso?
¡Demasiado sabes que me gustas y que me sirves! Pero de lo que ahora se
trata es de que te hayas enterado bien de mi encargo...
-¡Trae!-dijo la mora, apoderándose de la carta, abriéndose el
justillo y colocándola entre él y su gordo y pardo seno, al lado del
corazón.- Si algo malo llega a sucederte, esta carta caerá en el correo de
Ceuta, aunque después caiga yo en la sepultura.
Aben-Carime sonrió humanamente al oír aquellas palabras, y dignóse
mirar a su mujer como a una persona.
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