…Uno de esos escritores que permanecen durante generaciones en la memoria colectiva. Quiero escribir una obra genial, que se estudie en colegios y universidades, que se mantenga durante años tan fresca y valiosa como el primer día. Quiero que lo que salga de mi pluma estremezca, apasione, haga reír y llorar; quiero que los lectores discutan sobre lo que he escrito, encuentren cada significado oculto que haya querido ponerle a mis párrafos; quiero que se pregunten por el futuro y las emociones de mis personajes; quiero que discutan mis influencias, valoren mis recursos estilísticos, alaben mi prosa hasta hacerme enrojecer de placer… Quiero ser Poe. Quiero ser Huxley. Quiero ser Dostoievsky. Demonios, incluso quiero ser Tolkien.
Pero eso no va a pasar. Ni en un millón de años.
Siempre he dicho que yo no escribo: me limito a poner sobre el papel mi terrible personalidad. Y así es difícil hacer algo que sea de verdad, de verdad, importante. Casi todo lo que nace de mi teclado es una mezcla de humor malvado y sarcasmo de la clase más depravada, salpicado con una buena dosis de cinismo y mucho veneno. No soy seria, y lo sé. Me consta. Pero ¿qué queréis? La vida es demasiado asquerosa como para tomársela en serio.
Así que nunca seré un premio Nobel. Hay que fastidiarse. Tócate las narices, con la de sueños que tenía de pequeña. Pero no me importa, porque, a diferencia de muchos escritores con ínfulas que hay por el mundo adelante, yo me guardo un as en la manga: no tengo moral.
Así que, ya que no puedo ser genial, al menos puedo intentar ser comercial.
Y aquí es donde los miles de Aspirantes A Ser Alguien En Este Mundillo me mirarán por encima del hombro y sacudirán sus foulards en mi sonriente cara, mientras se apartan de mi lado agitando de forma elegante su bastón y dejando un rastro de aromático tabaco de pipa tras de sí.
Perfecto. Me parece perfecto, en serio. Porque ellos seguirán publicando (o no) sesudos tratados sobre las innatas pulsiones que agitan el alma de los pobres mortales sacudidos por un destino ignoto y aciago —que, con suerte, leerá su primo, el de Cuenca—, y yo estaré en el Caribe, poniéndome ciega de caipirinhas servidas por un chulazo del quince, mientras contemplo con una sonrisa torcida en mi i-pad como crecen los dividendos de mi muy nutrida cuenta corriente.
Sí, sé lo que estáis pensando: hay algo muy poco digno en todo esto. Pues, probablemente, pero ¿en serio creéis que, llegado el momento, a mí y a mi Ferrari nos va a importar un pijo? Todo tiene un precio, cachorrillos, y los principios son algo que se cotiza muy, muy barato.
Mirad, por ejemplo: ahí está Dan Brown. Cualquiera que presuma de ser mínimamente selecto con sus lecturas os dirá que es basura. Ha escrito un puñado de libros que no pasarán a la siguiente generación ni aunque les caiga encima una bendición de todos los dioses de cualquier panteón conocido o por conocer; que son facilones, tramposos y que contienen absolutamente todos los trucos de manual para enganchar al lector poco exigente. Son literatura barata. Maldición, ni tan siquiera estoy segura de que se puedan clasificar como “literatura”.
Y sí, como lectora, lo aborrezco, es cierto. Pero como escritora… gente, en serio, qué envidia me da. Y no, no me duelen prendas a la hora de reconocerlo: me da una envidia tan virulenta que creo que acaba de salirme un sarpullido. Lo he comentado con otros escritores, y me han mirado como si estuviera loca: «¿Dan Brown? ¿Quieres ser Dan Brown? ¡Pero si ese tío ni siquiera sabe escribir!». Pues no, pero vende. Y vende mucho. Quizá no sepa escribir como los críticos —y los lectores sibaritas, y los demás autores— creen que se debe escribir —o quizá sí, aunque ya llegaré a eso—, pero desde luego sabe muy bien cuáles son los trucos del oficio para tener a miles y miles de lectores mordiéndose las uñas mientras esperan su siguiente best seller. Y, si es tan malo —y creedme, lo es—, ¿por qué vende tanto? ¿Por qué desde que publicó sus novelitas, docenas de escritores han querido subirse al carro y han aparecido como setas cientos de títulos del tipo El códice impío de los pilares del monasterio custodiado por el templario de Aquitania y su santa madre, la reina virgen (o no)?
Todo esto me lleva a preguntarme qué es en realidad escribir.
Bueno, no, en realidad, no. Sé muy bien lo que es escribir. Sé lo que busco cuando escribo, y sé lo que quiero encontrarme cuando leo. Pero este es un mundillo cruel y la competencia es feroz, y ahí fuera hay un montón de gente que lo único que quiere es un libro con el que poder pasar el rato, como pasa el rato con las películas palomiteras que produce Hollywood. Y es que, el cine americano será malísimo, pero mira, todo el mundo lo ve. Y engancha, es un hecho. ¿Cuánta gente conocéis que vea cine checo de autor? Pues eso. Algo tendrá el agua cuando la bendicen...
Esa gente que lee literatura de consumo rápido y ve películas palomiteras es tan buen público como cualquier otro, y además, son mayoría. Así que satisfacer sus gustos garantiza, al menos, que podrás vivir de esto de escribir durante mucho, mucho tiempo. Y cuando ya seas rico, y famoso, y todo te dé cien patadas, entonces podrás presionar a cualquier editorial para publicar esa joya que lleva años escondida en el cajón y que sólo leerá —sí, ese mismo— tu primo, el de Cuenca, pero que, en lo más profundo de tu alma de escritor, sabrás que es genial.
Lo más divertido de todo esto es que no es tan fácil, o todo el mundo lo haría. Todos esos escritores, críticos y lectores que bajan los santos de Dan Brown y demás best sellers al uso, no tienen ni la más remota idea de cómo escribir algo así. No es que no quieran hacerlo porque están por encima de cosas tan mundanas como la adoración pagana a Los Dioses De La Pasta Con Mayúsculas. Es que no pueden. Simple, sencilla y llanamente: no pueden. No es tan fácil escribir algo que le guste a mucha, mucha, mucha gente, aunque esa gente no sea el público que realmente quieres tener, o esa historia no sea todo lo “importante” que tú querrías que fuera. No es tan sencillo coger tres o cuatro personajes tan arquetípicos que pasan de largo de la palabra cliché y caen directamente en la definición de caricatura, y aun así conseguir que el público se enganche con ellos. No es tan sencillo “limpiar” tu lenguaje hasta hacerlo tan asequible que cualquiera sin estudios primarios podría leerte. No es tan sencillo hacer capítulos cortos, limpios de polvo y paja, directos a la acción, que se leen de una sentada sin parpadear. Y encima dejarlos en un cliffhanger monumental para obligar al lector a seguir pegado a las páginas.
Hay muy pocos escritores que sean realmente capaces de hacerlo y hacerlo bien, y que vendan, y que el público los siga y les sea muy, muy fiel, por mucho que la crítica les ponga a bajar de un burro. Y eso, ¿no tiene mérito? Pues qué queréis que os diga, para mí lo tiene. Y además tiene la ventaja añadida de que te haces rico y famoso en el proceso. Quizá no sea Literatura con mayúsculas, pero es lo que es, y da resultado. Y sí, cualquier Escritor (la mayúscula es mía, y es a propósito) que se precie te dirá que «si quisiera, lo haría». Y mi respuesta es invariablemente la misma: «Pues hazlo, tío. ¿Por qué no lo haces? Vamos, demuestra que puedes». No, no. Ellos están por encima de eso. Ellos no quieren dirigirse al Gran Público. Ellos son Superiores. Son Mejores Que Vosotros, pobres lectores ignorantes.
Venga ya.
Que sí, que la pose de Nadie Entiende Mi Arte es muy digna, pero no da de comer.