…Alguien con poca —o ninguna— autocrítica. Y, por una vez y sin que sirva de precedente, lo digo —casi, casi— en serio. De verdad. No me pasa siempre, no es algo que me diga a mí misma todos los días cuando me despierto, pero a veces… a veces no puedo dejar de pensar que me vendría muy bien, que mi vida sería bastante más fácil, que pasearía por el mundo mucho más feliz y mucho más orgullosa. Me encantaría pensar que lo que hago es inmejorable, que no necesito esforzarme más, que todo lo que consigo es lo mejor que puedo lograr. Y que es perfecto…
Por desgracia, no es así.
Y digo “por desgracia” como podía decir “por fortuna”, es cierto. Porque, a veces, cuando todo va bien, cuando estoy tranquila, cuando puedo sentarme delante de las teclas y sacar veinte páginas del tirón y sin meditarlas mucho, esa autocrítica me parece la única herramienta con la que puedo contar para seguir mejorando, para seguir avanzando, para progresar cada día un poco más. Y para mantener los pies bien plantados sobre la tierra, para qué negarlo.
Pero no ahora. No ahora, cuando llevo meses y meses sin sacar nada más que tonterías de mi teclado, cuando tengo un bloqueo tan inmenso que ríete tú del embargo cubano. No, ahora no. Ahora quiero ser poco crítica conmigo misma y con lo que escribo o quiero escribir. Porque quiero escribir. De verdad. Me apetece muchísimo. Tengo tantas ganas que me hormiguean los dedos y las manos se me colocan solas sobre el teclado esperando que mi cerebro les dé la orden de ponerse en marcha. Pero la orden no llega, y el bloqueo sigue ahí, y el crítico feroz que habita en las mazmorras más profundas de mi mente suelta una carcajada de malo de película de serie B y desecha todo lo que la musa le sugiere con un “¡chorradas!” despectivo y cruel.
No soy tan simple, de todos modos. Sé que mi bloqueo no viene de mi excesiva autocrítica. Sé, como muy bien señalaba hace unos días mi amiga Ninotchka en el blog de Hercle, que hay rachas malas, y que para esto de aporrear teclas, como para casi todo, hay que estar bien y así salen mejor las cosas. Sé que voy a volver a escribir. En serio, lo sé. Más o menos. Bueno, es posible. Tal vez…
¡Vale, sí, es cierto! Hay días en que no lo tengo nada claro. Ya lo he dicho, ¿vale? ¿Contentos? Pues eso. Y es precisamente en esos días cuando, buscando una excusa que no existe, echo pestes contra ese crítico puñetero que me dice que todas mis ideas son una basura, que lo que tengo por ahí empezado no es digno ni de echarle un vistazo a ver si se puede aprovechar, que lo poco que consigo arrancarle a las teclas es forzado, que no tiene alma, que no sirve, que… ¡Maldición!
Pero ¿sabéis qué es lo peor de todo? Que, por mucho que me desespere, por mucho que venga aquí y proteste, por mucho que lloriquee inútilmente, en el fondo no quiero deshacerme de ese sentido crítico. No quiero mirar algo que haya escrito y pensar que está bien, así, del tirón, de buenas a primeras, y que no necesito releerlo o revisarlo. No quiero dejar de espantarme cuando vuelvo a leer un texto y descubro que he volado una tilde de esas malditas que nunca tienes claro si la RAE ya ha decidido cargársela o no; no quiero dejar de darme cabezazos cuando me doy cuenta de que he usado la misma palabra ocho veces en seis párrafos; no quiero dejar de maldecir cuando una frase rechina y no me di cuenta en la primera lectura; no quiero dejar de leer lo que escribo tres veces antes de que alguien más lo vea, por si acaso se me ha colado alguna coma fuera de su sitio, algún párrafo incómodo, algún fallo de raccord, algún… lo que sea.
No quiero.
No, no es que no pueda, es que no quiero.
Porque, por muy dramática que pueda ponerme ahora, sé que cuando leo algo con esos errores —y muchos otros peores— y veo como los autores lo muestran con orgullo por cualquier medio a su alcance, y se sienten felicísimos y encantadísimos con el maravilloso futuro que se abre ante ellos, pues doy gracias a mi crítico por no permitirme que me comporte así. Cuando me callo y prefiero no hablar de algo que no controlo (y son un montón de cosas, que yo esto de escribir lo hago de oído. A mí es mejor no venirme con cosas como “ritmo”, “método”, “estructura”, “coherencia interna”, “metalenguaje”… La mitad de las veces lo único que puedo hacer frente a esos términos es preguntar si se comen), y veo como, por ejemplo, gente con una ortografía que, con muy buena voluntad, puede calificarse de mediocre, habla ex cathedra de correctores y actualizaciones de la RAE, sé que mi crítico me está salvando de hacer el ridículo. Cuando miro uno de mis relatos y pienso: «Por los dioses, menuda chorrada… ¿Y esto me lo seleccionaron para qué? Anda que muy malos debían ser los demás…», estoy segura de que esa actitud me hará esforzarme mucho más que la del que da palmas con las orejas y presume de lo magnífico que era su texto, aunque el texto en cuestión sólo pasa de normalucho si lo miras con buenos ojos y mejor ánimo. Y con poca luz.
Y aunque estoy segura de que ellos son mucho más felices que yo, y se bloquean mucho menos, pues… Qué diablos, al fin y al cabo, mi natural cinismo y yo siempre hemos creído que la felicidad está sobrevalorada.