Al hilo de lo que comentaba la semana pasada sobre las “palabras” y los “palabros”, hoy traigo un artículo escrito por mi buena amiga y mejor correctora Ángeles, que ilustra con gran detalle los errores (horrores) a los que me refería en la entrada anterior.
Más y más “palabros”
En la primera entrega de esta serie se comentaba que todas las profesiones tienen sus herramientas, y las de un escritor son sus palabras.
No hay cosa en la que esté más de acuerdo. Si el artículo anterior hablaba de lo más básico, de aquello sobre lo que se sostiene todo: la gramática y la ortografía, y se planteaban éstas como las mejores cartas de presentación para un texto, echo a faltar un tercer punto en lo que al tema se refiere: el vocabulario.
Tan importante es saber escribir bien una palabra, y saber colocarla en su sitio adecuado, como saber su significado. Ya sé que esto es una perogrullada, y seguro que os extraña. Todos damos por hecho que sabemos lo que significan las que utilizamos. De hecho, debería extrañarnos a todos, ya que un diccionario debería ser como el ordenador hoy día, o el papel antaño: indispensable para un escritor que quiera presentar un texto correcto y decente.
Pero parece ser que no es ese el caso. Hoy día nos encontramos errores importantes a la hora de utilizar las palabras causados por el desconocimiento exacto de su significado por parte de los autores. Estos errores desaparecerían con un acto tan sencillo como consultar un simple vocabulario cuando tenemos la más mínima duda sobre una palabra. Un autor no puede confundir espingarda con espigada si quiere decirnos que una muchacha es alta y delgada. Corre el peligro de que el lector se quede con cara de “¿eh?”, de que tenga que releer un par de veces la frase para convencerse de que no ha leído mal. También es un riesgo que tenga que hacer, al final, lo que el escritor, por vagancia o prepotencia no hizo cuando debería: consultar. Y os aseguro que es algo que molesta mucho al lector y lo predispone en contra de lo que tiene en sus manos en ese momento, que es el libro.
No sé si lo que falla es la falta de orgullo por un trabajo bien hecho lo que hace escribir sobre el torso voluble, que no voluptuoso, de una mujer, o bien se peca de exceso de confianza cuando leemos sobre las manchas cabreadas, que no acebradas, del pelaje de un ser vivo. Creo que el mal concepto sobre el escritor que nos llevamos al leer estos ejemplos de error de vocabulario desaparecería si el autor se parase a pensar en la impresión que quiere dar al lector y repasara sus dudas con el diccionario cerca.
Vale que hay palabras que por su similitud ortográfica deberían estar prohibidas, pero creo que eso no es excusa para que una persona se encuentre asolada por la pena como si de un erial se tratara y no desolada por las desgracias sufridas. Para eso debemos tener el buen sentido de utilizar aquellas palabras de las que conocemos su significado o, si dudamos, consultarlo.
Y no vale pensar que la creosota es un arbusto, porque hay árboles del látex o del caucho, si no sabemos exactamente que lo es, ni podemos usar palabras mal escritas por el hecho de que nos gustan más. A mí me puede gustar más secerdote que sacerdote, pero no por ello será correcto, ni estaré escribiendo bien.
Otro punto importante es cuando utilizamos vocabulario específico de alguna profesión o técnica en concreto. Por mucho que el tío del escritor, que es pescador, o su abuelo, agricultor, le digan que siempre lo han dicho así, o que en su pueblo se les llama así, el escritor debería buscar, consultar, y si no está en el diccionario, no debería usar esa palabra. Precisamente contamos con un idioma, el castellano, de los más ricos en vocabulario que existen en el mundo. Eso nos permite tener opciones muy variadas para escribir lo que queremos sin necesidad de equívocos o neologismos extraños, de uso frecuente en pequeñas comunidades o zonas o profesiones.
Y no me vale decir que como en la editorial tienen correctores, que corrijan ellos. Como se apuntaba al principio, si el escritor quiere escribir, tiene que conocer sus herramientas de trabajo. Y las de mis queridos escritores, mal que les pese a veces, son las palabras.
Mala impresión se llevará de él y de su obra la editorial si presenta un escrito plagado de faltas y de errores de vocabulario, o de palabras que no existen. Mucho peor es la que se lleva el lector cuando gasta un dinero en un libro y lo ve defectuoso. Si compras una camisa y los ojales están descosidos, o tiene zonas deshilachadas, o le faltan botones, la devuelves indignado a la tienda. ¡¡Qué pena que eso no se pueda hacer con un libro!! Os aseguro que lo he intentado en más de una ocasión. Solo queda la opción de tachar de la lista al autor y a la editorial.
Nota: todos los ejemplos son verídicos, encontrados en libros escritos, editados, vendidos y comprados en España.
Con respeto a los neologismos (que tambien pueden ser palabras arcaicas o en desuso) me parece que ahi es diferente porque no es que te estes equivocando al escribir una palabra por ignorancia cuando en realidad querias poner otra.
ResponderEliminarSi ya es grande el vocabulario castellano es gracias a eso precisamente , que en cada zona se dice de una manera. Y si esa palabra jamas nadie la ha escuchado con el tiempo si se usa y se generaliza puede que algun dia se añada al diccionario.
Aunque entiendo lo que quieres decir. No como norma general poner palabras rebuscadas, todo depende de a quien vaya dirigido el escrito y de qué se hable en el.Y sobre todo poner el significado de esa palabra a pie de pagina.
Seria mas que nada como una licencia del autor.
Por supuesto, pero si es un neologismo o un extranjerismo, entonces debe ir en cursiva y con la explicación de su significado a pié de página. No me refiero aquí a palabras de uso poco frecuente o propias de una profesión, sino a palabras incorrectas, que por ignorancia o falta de documentación del autor se escriben mal o fuera de su significado
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