22 de decembro de 2022

22 de decembro

Calle Claudio Coello, 25, Madrid, 22 de diciembre de 1870, tres de la madrugada
  —¿Cómo está? —preguntó el pintor Casado del Alisal nada más entrar en el piso.
  —Está muy mal, amigo mío —respondió Ferrán—. Muy mal.
  Casado asintió.
  —¿Está solo? —preguntó el pintor.
  —Con Casta —respondió el otro.
  —Ya.
  Casta era la mujer del amigo enfermo.
  Casado del Alisal entró a la habitación donde estaba el enfermo y encontró a la esposa con rostro agotado. Ella se levantó enseguida.
  —Está muy débil —le dijo—. Si os parece, os dejaré a solas con él. Voy a echarme un rato —añadió, y salió del dormitorio.
  El resto de la noche fue lento y amargo. Tos nocturna y espumarajos de sangre por la boca. Cuando por fin el enfermo pareció conciliar un poco el sueño, Casado se sentó en una silla a un lado de la cama y Ferrán, el otro amigo, hizo lo propio en el otro extremo de la habitación.
  Al amanecer, Casado abrió las contraventanas para que entrara la tenue luz del alba invernal de Madrid. Una hora después, su amigo enfermo, Gustavo, habló.
  —Un poco… de agua.
  Se la dieron. Bebió. Tosió y escupió más sangre.
  A las diez de la mañana del 22 de diciembre de 1870, el enfermo despegó los labios. Quería decir algo. Casado se acercó. No lo entendían. Al final, dos palabras claras:
  —Todo mortal… —dijo, y dejó de respirar sin terminar aquella frase. Los dos amigos se miraron. Casado asintió.
  Ferrán le pasó la mano suavemente por el rostro y le cerró los ojos.
  —Apenas unos meses después de la muerte de su hermano —dijo.
  —Sí. Estaban muy unidos —confirmó el pintor—. No ha resistido el golpe de la muerte de Valeriano.
  —Voy a avisar a su mujer y a organizarlo todo… para el entierro —añadió Ferrán. Casado del Alisal asintió de nuevo y suspiró.
  Casta subió un momento y, mientras lloraba silenciosamente, limpió el rostro del fallecido. El pintor se levantó.
  —Quizá prefieras estar a solas con él.
  —No —dijo ella—. Ya está limpio. A él le gustaría… Ya sabes.
  —Ah, sí, claro, por supuesto. Yo me encargo.
La mujer se sentó en una esquina, en la silla que Ferrán había dejado libre.
  El pintor observó la faz de su amigo muerto. En aquellos tiempos era costumbre hacer un último retrato a un amigo o familiar recién fallecido, como quien guarda un último recuerdo. Casado del Alisal llevaba todo lo necesario: papel y lápices. Un genio de la pintura no necesita más. Se sentó por última vez al lado del buen amigo y realizó un breve retrato. Aún no estaba terminado del todo cuando la luz del sol empezó a desaparecer. Al principio, el pintor pensó que el cielo se había nublado, pero no. Era como si hubiera vuelto la noche. Casado levantó la mirada del dibujo con el ceño fruncido, confuso.
  —Es un eclipse de sol —dijo Casta, que se había levantado para mirar por la ventana.
  Eran las 10.40 de la mañana del 22 de diciembre de 1870 y el sol se ocultó por completo, sumiendo a Madrid en la oscuridad. A Casado del Alisal aquello le pareció bien.
  —Se va uno de los más grandes escritores de España y España no lo sabe, le da la espalda, pero el sol se oculta en señal de duelo. Allí arriba saben más de literatura que en todos los círculos literarios de este país de envidiosos.
  Todo se hizo rápido. Ferrán era muy eficaz y al mediodía el cadáver de Gustavo quedó enterrado en el nicho 470 del Patio del Cristo de la Sacramental de San Lorenzo.
  Quizá Casado del Alisal recordara aquellos versos del amigo fallecido mientras depositaban su cuerpo en ese nicho olvidado…
    Al ver mis horas de fiebre
    e insomnio lentas pasar,
    a la orilla de mi lecho,
    ¿quién se sentará?
    Cuando la trémula mano
    tienda, próximo a expirar,
    buscando una mano amiga,
    ¿quién la estrechará?
    Cuando la muerte vidríe
    de mis ojos el cristal,
    mis párpados aún abiertos,
    ¿quién los cerrará?
    Cuando la campana suene
    (si suena en mi funeral)
    una oración, al oírla,
    ¿quién murmurará?
    Cuando mis pálidos restos
    oprima la tierra ya,
    sobre la olvidada fosa,
    ¿quién vendrá a llorar?
    ¿Quién en fin, al otro día,
    cuando el sol vuelva a brillar,
    de que pasé por el mundo,
    quién se acordará?
Pero el poeta se equivocó: sus amigos sí fueron a su funeral; y luego, a la una de la tarde, se reunieron en un estudio de pintura convocados por Casado del Alisal.
  —Os he rogado que vinierais porque hay un asunto que tenemos que resolver entre todos, como sea. Hemos de juntar dinero y publicar los poemas y los cuentos de Gustavo. Tiene hijos. Sus escritos rendirán derechos de autor. Estoy seguro. No podemos fallarle en esto.
  Y con la colaboración de Ferrán y el resto de amigos, impulsados por Casado del Alisal, las obras de Gustavo Adolfo Bécquer se publicaron: la rima LXI, que aparece arriba, y otras muchas; y sus colosales leyendas también: «El monte de las ánimas», «El miserere», «Los ojos verdes», «El rayo de luna» y tantas otras historias inolvidables, imprescindibles.
  Y el pintor Casado no se equivocaba: las traducciones al alemán, al inglés, al francés o al ruso llegaron pronto. La fuerza de la poesía y los relatos de Bécquer era capaz de sobrepasar las barreras de los idiomas.
  La envidia nacional, como anticipó el pintor, también llegó pronto. Unamuno, no obstante, puso en su sitio a los que criticaban a Bécquer y en 1924, cuando en medio de la naciente poesía moderna muchos aborrecían de él, parafraseó la rima LIII del poeta romántico por excelencia y escribió con acierto:
    Volverán las oscuras golondrinas…
    ¡vaya si volverán!
    las románticas rimas becquerianas
    gimiendo volverán
    […]
    Mas los fríos refritos ultraístas,
    hechos a puro afán,
    los que nunca arrancaron una lágrima,
    ¡esos no volverán!
  En el 25 de Claudio Coello, una placa recuerda que esa fue residencia del escritor Gustavo Adolfo Bécquer. El 22 de diciembre de 1870, los periódicos de Madrid recogen un eclipse de sol cuarenta minutos después de la muerte del escritor. Los periódicos El Imparcial, La Esperanza o La Opinión Nacional se hicieron eco de la coincidencia del eclipse con la muerte de Bécquer.
    Santiago Posteguillo

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