Vale, sí. Sé que
he tratado este tema varias veces. Sé que soy una pesada. ¿Y qué? Al fin y al
cabo, soy yo la que publica esta entrada semanal, soy yo la que decide
libremente a qué dedicarla y soy yo la que soporta las reacciones a lo que escribo. Así que vuelvo a
tratar el tema porque me da la real gana. Y volveré a tratarlo muchas veces, me
temo, porque la estupidez humana no tiene límites, y la capacidad de la gente
para aferrarse a argumentos insostenibles es impresionante.
Porque cuando alguien me dice que
una novela le está encantando, me la tiende para que la vea, la abro en una
página al azar, y un “estaba echa un ovillo” me salta a la yugular, mi talibán
ortográfico interior se retuerce de dolor, deja escapar un grito desgarrador y
clama venganza fiera. Eso no es un pequeño fallo: es una falta de ortografía
como un piano. Y la encontré sin buscarla, simplemente abriendo el libro por
una página cualquiera. Bien, sí, pude tener mala suerte y localizar la única
falta de toda la maldita novela, pero me parece demasiada casualidad, y creer
en casualidades nunca se me ha dado bien. Además, que poco más adelante faltaba
una coma de vocativo, así que seguro
que esa no era la única falta.
Ya he comentado en alguna ocasión
que la defensa típica ante mis críticas a la mala ortografía suele ser el muy
utilizado y nunca lo bastante bien ponderado: «Las editoriales tienen
correctores». Pues bien, cachorritos, ¿qué tenéis que decir ahora? Ahí está:
una novela que ha pasado por las manos de una editorial y, supuestamente, su
corrector, publicada con semejante horror. Parece que, al final, los correctores
no son la panacea, ¿verdad? Qué lástima (sí, es sarcasmo).
Pero supongo que a vosotros os
parecería una nimiedad que os pasara eso, claro. De todo tiene que haber, es
indiscutible. Yo personalmente me dejaría matar antes que ver publicado con mi
nombre algo que contiene un fallo de ese calibre, pero claro, yo tengo orgullo.
Y, como lo tengo, me esfuerzo por no tener ninguna falta y no dejar mi buen
(¿?) nombre en manos de un tercero que me la puede meter doblada como se la ha
metido en este caso el corrector al autor.
Vale, sé lo que vais a decir ahora.
Si es que me lo sé de memoria, que lo he escuchado al menos tantas veces como
vosotros me habéis escuchado a mí... Ahora es cuando comentaréis que lo
importante es la historia. Que una falta de ortografía se puede solventar, pero
que si la historia es mala, no hay quien lo arregle. Y tendréis parte de razón —y observad que
subrayo el parte. Y que hasta lo pongo en negrita—, porque si la historia es
mala no hay nada que hacer, es cierto, pero es que tampoco hay nada que hacer
si es ilegible. Quizá no le despiste a todo el mundo encontrarse una falta tras
otra, y tras otra, y tras otra, pero a mí me saca a patadas de la lectura, y
estoy segura de no ser la única a la que le ocurre. Si una frase está mal
redactada, no se entiende; si está plagada de faltas, daña a la vista; si los
tiempos verbales no encajan ni con calzador, no se puede leer. Y es trabajo del escritor vigilar que eso no ocurra,
porque las palabras son sus herramientas, y es su responsabilidad usarlas de
forma correcta. Porque si deja ese trabajo al corrector, puede encontrarse con
que su novela se publique con fallos como el que he citado hace un momento, y
el que va a quedar mal es él, que es su nombre el que aparece en la portada.
Oh, bien, puede haber quien vaya a buscar el nombre del corrector y se acuerde
de sus ancestros —sí, yo lo hago. ¿Lo dudabais?—, pero si el corrector ha hecho
mal su trabajo, el autor tampoco se ha quedado atrás, ya que él es el primer
responsable de que su manuscrito sea presentable, que al fin y al cabo es suyo,
es su criatura y la de nadie más.
En resumen: seguid escribiendo como
os salga de cualquier lugar de vuestra anatomía situado más abajo de vuestro
ombligo —eh, puedo estar hablando de los pies— si queréis, que yo seguiré viniendo aquí, y
criticándolo. A ver quién se cansa antes.
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